A las 3 de la tarde, las 9 en horario local, llega el momento de hacer el recorrido más difícil de todo el día: aquél que comienza en el compound y termina en el colegio, cargando con 2 ó 3 balones encima. Te están esperando como a la salida del túnel de vestuarios; te ven a lo lejos y corren hacia ti, entonando su “You! You!” tan característico. Porque realmente no llevas un balón; llevas el tesoro del rey Salomón. Los niños llegan finalmente hasta ti y te arrancan los balones de las manos, no sin antes colgársete de los brazos y de la chepa. Comienza el rato del patio, y con él, la forja de muchas amistades y relaciones personales con los chicos y chicas. En tres horas me dará tiempo a jugar al fútbol, a rugby, a baloncesto, a pillar, a las palmitas, así como a bromear, a preguntar y a conocer con detalle las realidades familiares de aquellos con quien compartes un rato de tu tiempo en el patio.
El patio también es aquel momento en que te pueden hacer preguntas para las cuáles crees tener una respuesta, pero en ese momento te percatas de que no es así. “Are you married?” "No?” "You don’t have girlfriend?” "Why not?” "Which is your work in Spain?”
“If people in Spain don’t work for agriculture or farming, what do they work on?” Cómo explicarle a este inquieto chico que el trabajo de millones de personas en España consiste en sentarse delante de un ordenador, contestar correos electrónicos, encabronarse con un prójimo que ni siquiera se le conoce, acatar las órdenes de un jefe y aplicar unos procedimientos para no tener que pensar? ¿Cómo explicarle que nuestro trabajo tiene tan poco de “trabajo”?
Por las tardes es también el momento de las ceremonias del café. La ceremonia del café consiste en un sacro gesto de gratitud que una persona, y por extensión, su familia, tiene hacia ti, invitándote a su muy humilde hogar a tomar café. Parece obvio que ello no se parece al método occidental, donde uno llega a casa ajena, enchufan la Nespresso, y al minuto se está tomando el café. No.
Te acompañarán hasta su casa. Al llegar, conocerás a los 4 ó 5 hermanos de tu anfitrión, como mínimo, y la santa mujer que gobierna el hogar, quién habrá preparado todo con pulcritud para tu recibimiento. Si tienes suerte, conocerás también al padre de la familia. Aunque sólo si tienes suerte.
La bandeja con las tazas reposa sobre un mantel de finos juncos recién cortados. El brasero está recién encendido, pero ya se adivina el color anaranjado brillante de su incandescencia. El habitáculo huele a suave incienso, que arde desde una esquina de la casa. La sensación es relajante y apaciguadora, como un bálsamo telúrico que te baña de los pies a la cabeza.
Le llega el turno al café. El grano sin tostar aparenta llevar un disfraz de cacahuete. Se vierten en una sartén pequeña, y de nuevo al brasero. El aroma empieza a emanar al instante; se mezcla con el incienso y el propio olor a hogar de los 10 metros cuadrados donde yacemos. Es embriagador. Observo mudo el cambio de color del café y el humo blanco que se desprende, y apenas acierto a seguir la conversación de mis compañeros.
Tras unos 15 minutos de meticuloso escaldado del grano, es el momento de molerlo. Desafortunadamente, el molinillo de café parece ser un invento demasiado vanguardista para Meki, y la molienda se hace en un cuenco, golpeando los granos con una vara de hierro propia de un mallado de obra. El fierro es tan pesado que, aunque el golpeo se hace a unos 3 metros de nosotros, al sonido sordo de éste contra el grano molido le acompaña un temblor de tierra perceptible.
Finalmente, el café molido se traspasa a la cafetera local, donde se le añade agua y se azucara en la justa medida. El agua hierve en poco tiempo, gracias a un carbón, ahora sí, naranja brillante. De la cafetera se van sirviendo las tazas, hasta el rebose, y se repartirán entre los presentes. Lo pruebo, y está verdaderamente rico. En la sala continúa la distendida plática, mientras que la madre permanece atenta a las tazas recién vaciadas para añadir más café en ellas. Es habitual en estas ceremonias tomarse 3 ó 4 cafés que, por suerte, no excitan tanto como el que consumimos habitualmente. Cuando me quiero dar cuenta, ya ha pasado más de una hora y media. El tiempo transcurre de otra manera en Meki, y hay pocas formas mejores de emplearlo que asistiendo a una ceremonia del café.
(Continuará)
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