martes, 10 de septiembre de 2013

24HM (VIII)

24 HORAS EN MEKI - PARTE VIII de VIII
 
Meki.

Mi catarsis. Mis memorias de África. El viaje de regreso a mí.

Ésta es únicamente la historia de 24 horas, pero fueron 21 días enteros entre sus gentes.

Podría seguir escribiendo eternamente sobre este viaje, pero es imposible hacer justicia con toda la gente que me crucé y con todo lo que me aportaron, con sólo nombrarlos aquí. Es inmanejable poner por escrito cada pensamiento pasajero o cada emoción rescatada. Y es una causa perdida intentar explicar, a base de narrarlas, las cientos de pequeñas historias inconexas que ahora se enlazan formando un todo con sentido en mi cabeza.

 

Aún así, debiera dedicar una entrada entera a aquel viaje en furgoneta a los lagos Abijata, Shala y Langano, con 3 horas de sueño y una terrible resaca de arake, aturdido completamente por el traqueteo de la carretera bacheada y por los decibelios de la música etíope que martilleaba nuestras cabezas, como la consciencia de que cada viaje en Etiopía tiene un ápice de jugarse la vida y aún así siempre seguimos adelante.

Debiera hablar páginas enteras de la risa contagiosa de la pequeña Magdesh, cuando jugábamos con ella en el compound; de su melena enleonada cuando se deshacía las trenzas; de su felicidad cuando la columpiaba subida a mis pies como en un balancín; de su listeza y su inteligencia para hacerse comprender.

Tendría que hablar mucho de aquel café en casa de Beti, con sus dos hermanos pequeños. Aquella historia familiar imposible de digerir ni con la ricura de su exquisito café con sabor a canela. Aquellos 8 metros cuadrados con dos colchones apilados en el suelo que eran cuanto tenían. De su mirada traviesa, y de sus manos resecas que siempre buscaban las mías en el patio; o de su compañía pese a que no fuéramos capaces de hacernos entender ni 5 palabras.

 

Aparte debiera hablar del abrazo de Hallelujah al despedirnos. De su rostro azabache siempre sonriente y listo para hacer el payaso. De aquel sentir decir adiós a tu hermano pequeño. De la absurda e innecesaria repartición de “I will come back”s como panfletos, cuando emprendimos el último viaje.

Pero también forma parte importante de este viaje el regreso y lo gratificante de poder recordarlo tanto y escribir sobre ello. Y la emoción contenida de mi familia al apearme del AVE, y el bochorno del levante, y la vuelta al trabajo, y la claustrofobia de los primeros días aquí, y el anonimato de la gran ciudad, y las ganas de querer dejarlo todo e irme de nuevo a Meki.

Todo es parte del trato. 


Porque una aventura no es una aventura, si no se tiene un lugar donde regresar.

Muchas gracias a todos los que habéis leído hasta aquí.
 

FIN


sábado, 7 de septiembre de 2013

24HM (VII)

24 HORAS EN MEKI - PARTE VII de VIII

Después de la cena, generalmente, se priorizan temas de índole personal antes de hacer alguna actividad de grupo. Es el momento de las duchas, si hay suerte y ha habido electricidad durante la tarde, con agua templada del termo. Pero no caerá esa breva… También se aprovecha para preparar las clases del día siguiente, mandar algún correo a la familia, etc. Entro a la habitación para abrigarme, y observo a Joaquín embadurnando con Zotal su mosquitera y su cama. Pienso que se le ha ido la chaveta, y lo maldigo porque la habitación huele a gasolina que apesta.

Salgo y me entretengo unos minutos sentado en el patio. Observo el cielo estrellado sobre mi cabeza, y es verdaderamente hipnótico. Creo apreciar incluso la vía láctea, o al menos eso juraría. En la serenidad del momento, pienso en mí, y pienso en toda la gente que he conocido y en su sencilla forma de vivir y afrontar el día a día; recuerdo aquellos dos hombres que me crucé en el camino, cogidos de la mano, en la más natural muestra cultural de afecto. Sobretodo pienso en el progreso, que allá por donde pasara, dejó tras de sí un individualismo creciente del ser humano y una pérdida de su identidad colectiva. Pienso también, que apenas llevo una semana en Meki y me parece que llevara una vida allí, debido a la extrema sensación de desconexión con mi realidad cotidiana, mi trabajo, o mi mundo occidentalizado. Me gusta esta sensación, y la saboreo unos minutos.
 

Al rato, la gente ya ha terminado sus quehaceres. Es momento de jugar a las cartas, guitarrear, proyectar una peli o, simplemente, conversar y conocernos mejor. Este grupo de gente me hace sentir muy bien, y es difícil no pensar en ellos como una apuesta de amistad para, si no toda la vida, una buena parte de ella.

Cuando nos demos cuenta, serán ya cerca de las 12 de la noche; desconozco si esta hora serán las 6 h en horario local. Nadie nunca debe andar despierto a estas horas; únicamente algunos perros callejeros que ladran de horror y espanto ante el acecho de hienas y lobos de cuya existencia sabe la gente local. Es la hora de acostarse.

Entro en la habitación, y como siempre, el quejido de la puerta contra el suelo. Con el pijama largo, metido por dentro de los calcetines, busco a tientas la apertura de la mosquitera. Me siento una princesa Disney cada vez que lo hago. Me inserto en mi saco de dormir, y dejo a mano la linterna y unos tapones para los oídos. Nunca sabes qué ruidos van a intentar desvelarte esa noche.

El silencio absoluto inunda, por fin, Meki, el compound y nuestra habitación. Fandisha todavía tiene fuerzas para escribir unas líneas en su cuaderno de notas. Es siempre la última en dormirse y la primera en levantarse. El sueño me va capturando renglón a renglón de mis pensamientos. A pocos metros de nosotros, en el tejado, un pequeño ratón planea una incursión nocturna, y para ello atravesará todo el techo de la habitación, causando un estruendo que podrá desvelarte si no estás dormido. A pocos metros también, en este mismo lugar, aunque 3,8 millones de años antes, Lucy, la primera homínido de quien se conservan restos óseos, se enamora de un apuesto primate, sin siquiera sospechar que su descendencia andará hablando de su amor primitivo 3,8 millones de años después.

Y 3,8 millones de años después, en el mismo lugar que Lucy, un joven caucásico se enamora también, aunque sin saber de quién, sin saber el cómo, y sin saber por qué.
 
 
(Continuará)
 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

24HM (VI)

24 HORAS EN MEKI - PARTE VI de VIII

A partir de las 6 de la tarde, 12 h en la referencia local, nos encontraremos en el bar de la esquina, y tomaremos asiento en unos bancos de madera improvisados en una terraza diminuta, pero situada en un privilegiado enclave de nuestra calle, donde 5 caminos confluyen y hay palco VIP para ver la vida pasar. Pedimos unas St. George’s, la cerveza local, y comentamos las anécdotas del día y cualquier escollo imprevisible que hayamos tenido que superar por la bananera idiosincrasia del pueblo etíope.


Mientras, enfrente en el cielo, el sol ya se ha escondido, y todas las gamas del añil comienzan a teñir el paisaje. El alboroto de la gente va callando, como una respiración que se apaga lentamente, y el remanso y la quietud se adueñan del ambiente. El día está a punto de terminar para muchos habitantes, pues carecen de suministro eléctrico, y nada puede hacerse ante la llegada implacable de la noche cerrada sin luna.

Pasan algunos minutos de las 7 de la tarde, y decidimos volver al compound. Es un paseo corto, pero con linterna. Lo hago en silencio, absorto en mis pensamientos. Me entretengo observando en frente de mí la silueta de Carol, que camina siempre desenfadada con las manos cogidas en su espalda. Un gato fisgón llama mi atención al lado del camino. Sus ojos brillan como faros cuando lo alumbro con la linterna. Otro faro, el de una motocicleta que viene hacia nosotros, me deslumbra y me causa una breve y momentánea ceguera tras esquivarnos. Mientras, procuro no pisar los charcos remanentes del camino…

…Y pensando en todo ello a la vez, llegamos al compound. Son las 7.15 h, y las chicas deben estar a punto de servir la cena.

(Continuará)
 

domingo, 1 de septiembre de 2013

24HM (V)

24 HORAS EN MEKI - PARTE V de VIII

A las 3 de la tarde, las 9 en horario local, llega el momento de hacer el recorrido más difícil de todo el día: aquél que comienza en el compound y termina en el colegio, cargando con 2 ó 3 balones encima. Te están esperando como a la salida del túnel de vestuarios; te ven a lo lejos y corren hacia ti, entonando su “You! You!” tan característico. Porque realmente no llevas un balón; llevas el tesoro del rey Salomón. Los niños llegan finalmente hasta ti y te arrancan los balones de las manos, no sin antes colgársete de los brazos y de la chepa. Comienza el rato del patio, y con él, la forja de muchas amistades y relaciones personales con los chicos y chicas. En tres horas me dará tiempo a jugar al fútbol, a rugby, a baloncesto, a pillar, a las palmitas, así como a bromear, a preguntar y a conocer con detalle las realidades familiares de aquellos con quien compartes un rato de tu tiempo en el patio. 


El patio también es aquel momento en que te pueden hacer preguntas para las cuáles crees tener una respuesta, pero en ese momento te percatas de que no es así. “Are you married?” "No?” "You don’t have girlfriend?” "Why not?” "Which is your work in Spain?”

“If people in Spain don’t work for agriculture or farming, what do they work on?” Cómo explicarle a este inquieto chico que el trabajo de millones de personas en España consiste en sentarse delante de un ordenador, contestar correos electrónicos, encabronarse con un prójimo que ni siquiera se le conoce, acatar las órdenes de un jefe y aplicar unos procedimientos para no tener que pensar? ¿Cómo explicarle que nuestro trabajo tiene tan poco de “trabajo”?

Por las tardes es también el momento de las ceremonias del café. La ceremonia del café consiste en un sacro gesto de gratitud que una persona, y por extensión, su familia, tiene hacia ti, invitándote a su muy humilde hogar a tomar café. Parece obvio que ello no se parece al método occidental, donde uno llega a casa ajena, enchufan la Nespresso, y al minuto se está tomando el café. No.

Te acompañarán hasta su casa. Al llegar, conocerás a los 4 ó 5 hermanos de tu anfitrión, como mínimo, y la santa mujer que gobierna el hogar, quién habrá preparado todo con pulcritud para tu recibimiento. Si tienes suerte, conocerás también al padre de la familia. Aunque sólo si tienes suerte.



La bandeja con las tazas reposa sobre un mantel de finos juncos recién cortados. El brasero está recién encendido, pero ya se adivina el color anaranjado brillante de su incandescencia. El habitáculo huele a suave incienso, que arde desde una esquina de la casa. La sensación es relajante y apaciguadora, como un bálsamo telúrico que te baña de los pies a la cabeza.

El café está todavía en grano, sin tostar. La matriarca de la familia, sentada o desde una posición genuflexa, comienza el ritual preparando palomitas de maíz, que acompañarán de principio a fin la ceremonia. Vierte en un cazo un dedo de aceite de palma, habitualmente consumido allí, lo calienta al brasero, y acto seguido echa los granos de maíz y tapa el cazo. Al minuto comienza a escucharse la eclosión de los granos, y su metamorfosis en esponjitas blancas de forma indefinida. Agita el cazo a un lado y a otro para repartir el calor y evitar que las más perezosas se quemen. Al poco deja de escucharse su actividad, y es la señal de que están listas. Nos las sirven en bandejas, obviamente sin sal, ya que por todos es sabido que lo salado no marida con el café azucarado en el paladar. Están muy ricas, tanto, que invitan a comérselas a puñados.

Le llega el turno al café. El grano sin tostar aparenta llevar un disfraz de cacahuete. Se vierten en una sartén pequeña, y de nuevo al brasero. El aroma empieza a emanar al instante; se mezcla con el incienso y el propio olor a hogar de los 10 metros cuadrados donde yacemos. Es embriagador. Observo mudo el cambio de color del café y el humo blanco que se desprende, y apenas acierto a seguir la conversación de mis compañeros.

Tras unos 15 minutos de meticuloso escaldado del grano, es el momento de molerlo. Desafortunadamente, el molinillo de café parece ser un invento demasiado vanguardista para Meki, y la molienda se hace en un cuenco, golpeando los granos con una vara de hierro propia de un mallado de obra. El fierro es tan pesado que, aunque el golpeo se hace a unos 3 metros de nosotros, al sonido sordo de éste contra el grano molido le acompaña un temblor de tierra perceptible. 


Finalmente, el café molido se traspasa a la cafetera local, donde se le añade agua y se azucara en la justa medida. El agua hierve en poco tiempo, gracias a un carbón, ahora sí, naranja brillante. De la cafetera se van sirviendo las tazas, hasta el rebose, y se repartirán entre los presentes. Lo pruebo, y está verdaderamente rico. En la sala continúa la distendida plática, mientras que la madre permanece atenta a las tazas recién vaciadas para añadir más café en ellas. Es habitual en estas ceremonias tomarse 3 ó 4 cafés que, por suerte, no excitan tanto como el que consumimos habitualmente. Cuando me quiero dar cuenta, ya ha pasado más de una hora y media. El tiempo transcurre de otra manera en Meki, y hay pocas formas mejores de emplearlo que asistiendo a una ceremonia del café.

(Continuará)