24 HORAS EN MEKI - PARTE II de VIII
A las 8.20 a.m. empiezan las clases en la Meki Catholic School, 2.20 h en horario local. Los etíopes emplean una referencia práctica para el control de las horas. Dado que durante todo el año apenas hay variación entre la hora del amanecer y de la puesta del sol, durando tanto el día como la noche 12 h, la hora de salida del sol es la hora 0. Todo el mundo se despierta a esta hora y el día empieza a rodar.
Son las 7.30 a.m. y tengo un ratito para repasar la clase de hoy. En 9º A, B y C explicaré los condicionales, porque ya entienden bastante bien el present simple, el past simple, el present perfect y future simple, aunque luego no se muestren absolutamente nada fluidos en la expresión oral. En 3º A y B aprenderemos las profesiones. Unas horas después descubriré con ternura cómo todos quieren ser médicos, profesores o ingenieros.
Es la hora de ir a clase, y el sol quiere empezar a asomarse a través del día nublado. Me pongo mi chubasquero amarillo. Lo hago siempre, haga malo o luzca el sol. Ninguna de las dos condiciones es garantía de que no vaya a volver a llover en el transcurso de la mañana. El guarda del compound me da los buenos días y piso la calle que apenas he de cruzar para entrar en el colegio. Aún así, no es tarea fácil. Ésta es un absoluto barrizal y hay que resolver el laberinto de remontes que permiten sortear los charcos y los excrementos de los animales.
Un desfile de hombres y mujeres, gari-garis y algún que otro camión, es ya habitual a estas horas del día. La lluvia reciente ha intensificado el aroma a huerto y a campo fértil, y me hace evocar algún paseo en bicicleta entre las huertas de mi Valencia natal. Pero la brevedad del trayecto no me permite concentrarme más en ello, porque en menos de 1 minuto he entrado en el colegio y, con tan sólo otro más, habré alcanzado mi clase.
El profesor nativo y yo entramos al mismo tiempo en el aula, atestada de estudiantes. Todos se ponen de pie al mismo tiempo, como autómatas, para recibirnos. Hoy deben ser unos 80. Los pupitres son de dos personas, aunque es frecuente ver incluso tres bigardos hechos y derechos compartiendo pupitre y sacando una pierna por fuera de éste. Es noveno curso, luego la media de edad es de 15 ó 16 años. Hay quien puede tener unos 20 debido a una tardía escolarización, pero pasa desapercibido.
Son las 7.30 a.m. y tengo un ratito para repasar la clase de hoy. En 9º A, B y C explicaré los condicionales, porque ya entienden bastante bien el present simple, el past simple, el present perfect y future simple, aunque luego no se muestren absolutamente nada fluidos en la expresión oral. En 3º A y B aprenderemos las profesiones. Unas horas después descubriré con ternura cómo todos quieren ser médicos, profesores o ingenieros.
Es la hora de ir a clase, y el sol quiere empezar a asomarse a través del día nublado. Me pongo mi chubasquero amarillo. Lo hago siempre, haga malo o luzca el sol. Ninguna de las dos condiciones es garantía de que no vaya a volver a llover en el transcurso de la mañana. El guarda del compound me da los buenos días y piso la calle que apenas he de cruzar para entrar en el colegio. Aún así, no es tarea fácil. Ésta es un absoluto barrizal y hay que resolver el laberinto de remontes que permiten sortear los charcos y los excrementos de los animales.
Un desfile de hombres y mujeres, gari-garis y algún que otro camión, es ya habitual a estas horas del día. La lluvia reciente ha intensificado el aroma a huerto y a campo fértil, y me hace evocar algún paseo en bicicleta entre las huertas de mi Valencia natal. Pero la brevedad del trayecto no me permite concentrarme más en ello, porque en menos de 1 minuto he entrado en el colegio y, con tan sólo otro más, habré alcanzado mi clase.
El profesor nativo y yo entramos al mismo tiempo en el aula, atestada de estudiantes. Todos se ponen de pie al mismo tiempo, como autómatas, para recibirnos. Hoy deben ser unos 80. Los pupitres son de dos personas, aunque es frecuente ver incluso tres bigardos hechos y derechos compartiendo pupitre y sacando una pierna por fuera de éste. Es noveno curso, luego la media de edad es de 15 ó 16 años. Hay quien puede tener unos 20 debido a una tardía escolarización, pero pasa desapercibido.
El número de pupitres anda ajustado al tamaño del aula. La iluminación natural que entra a través de las ventanas es suficiente para permitir dar la clase, aunque los días plomizos, los alumnos díscolos de las últimas filas apenan podrán seguir la clase en una pizarra que abarca toda la pared frontal, presidida por un crucifijo católico o, en su defecto, una sencilla fotocopia en blanco y negro de éste.
Me resulta incómodo tener que dar el permiso para sentarse de nuevo. Me hace sentir un cura en una iglesia. Igual que cuando doy la palabra a cualquier alumno aventajado que quiere responder una pregunta planteada. Se levantarán en su sitio antes de contestar. Debo aceptarlo simplemente; no es mi cometido valorar, y ni mucho menos, cambiar sus costumbres.
Si no fuera por estos alumnos espabilados, mis preguntas no pasarán de retóricas, y me dan el feedback suficiente para entender que no es asunto de que mi inglés resulte incomprensible, sino que simplemente la concurrencia anda dormida y amilanada a esas horas. Lo único perfectamente comprensible del momento, en Meki, y en cualquier lugar.
Contra el tedio matutino, me gusta escuchar sus risas cuando les parodio o cuando hago el payaso para explicar cualquier idea. Me gusta sacarlos a la primera línea y hacerles actuar. Ellos corresponden participando, a regañadientes, pero agradecidos hacia sus adentros.
(Continuará)
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